miércoles, 30 de abril de 2014

El pueblo Shawi y el último refugio de los clanes IV





Habíamos viajado 9 horas en dos canoas desde el distrito de Papaplaya. Quizá sea el rincón más alejado de la región, a un día de la frontera con Ucayali, un lugar inaccesible, apartados de la modernidad para estar más cerca del mismo paraíso o la tierra prometida.  Nos había dado la lluvia más de 4 horas, nos dijeron que solo sería 6 horas, pero por el mal tiempo, fueron más. Los guías que eran dos adolescentes Shawis parecían dejarnos a la intemperie como perdidos en los charcos prehistóricos, a parecían como los Los Moshis (guardianes del bosque) sentados en su canoa, esperándonos y riéndose de nosotros. “Por aquí es”-decían. Prendían su pequepeque y nos adelantaban.
Esas tierras y bosques que ahora visitábamos, queríamos mis estudiantes y yo, aprendiéramos algo del pueblo Shawi  sus costumbres, sus tradiciones, su idioma y sabiduría ancestral.  La idea de visitarla la tuve a inicios del 2013, cuando supe del lugar a donde iba  a trabajar como maestro en el Bajo Huallaga.  Cuando llegué al distrito, casi nadie tenía información sobre ellos, es más, parecía haber una especie de tema tabu o de indiferencia de los estudiantes y de la comunidad, incluso hasta cierta forma despreciativa al referirse a ellos por su comida, por su manera de ser y su idioma, por su carne ahumada a veces mal oliente cuando traen a la ciudad para venderla, o porque eres un nativito o un “primo”,  no un Señor Tangoa o un señor Machahuachi o Wiñapi. Incluso en los discursos oficiales de las autoridades locales muy poco se los menciona, al menos en el sentido de reconocimiento y afirmación de una identidad de pueblo, de la que deban sentirse orgullosos. Probablemente por desconocimiento de su propia realidad, al no saber el valor, la riqueza que tienen y su responsabilidad de conservarla, de hacerla que viva, promoverla para que se desarrolle y se manifieste como cultura que sabe de bosques, de animales, de aguas, de las animas de los árboles.

Visitar su pueblo requiere tener espíritu de aventurero  y de explorador. Tienes que arriesgarte, estar dispuesto a sufrir los peores embates de la naturaleza como las lluvias torrenciales con los relámpagos que te caen por la espalda, cruzar lagunas de aguas oscuras, quebradas con palos inmensos cruzados de orilla a orilla, haciendo que nuestras canoas sean alzadas en hombros para esquivarlos o hacerlos hundir por debajo de los troncos y hacerlos a aparecer por arte de magia en medio de las quebradas o de las lagunas. Llegar a su pueblo es una odisea, volver  es peor todavía, porque nos tomó 12 horas, porque nos arriesgamos a volver solos. Nos perdimos en la noche, en ese laberinto de riachuelos y cochas, donde nuestros estudiantes empezaban a desesperarse y echarse la culpa unos a otros, era mejor no perder la calma, eso lo sabía la profesora Eva Ushiñahua. Es preferible mirar el fluir silencioso y casi imperceptible del agua para orientarse y dejarse llevarse por ellas-eso dijo Angello, hijo de pescador de ríos y cochas- porque todas las aguas de los ríos van a dar  al mar, en este caso el Atuncocha y al río Huallaga, nos salvó.