Eran las seis de la mañana
cuando despertamos en el pueblo Shawi de
San Manuel Nashatauri. Las voces de los muchachos de la expedición empezaron a
escucharse: la risa de pájaro de Beky, la irresisteble risa de Maricela, la
broma y la chacota de Jaime, Kanario y Jonás, la queja de Addison, Jorge y
Miguel de no haber dormido bien por lo zancudos y la voz tímida de Angello y Antenor
a que les dejaran dormir. Su bulla irrumpía así el silencio de la mañana en una
comunidad acostumbrada a la tranquilidad y a la paz de sus bosques. El sol era
brillante, sus rayos se filtraban por el tupido follaje de un bosque de árboles
corpulentos, dando la sensación de estar en la jungla pura, virginal, adánica.
Cuando nos pusimos de pie y la profesora Eva se disponía a disparar hacia algún
animal del bosque con su escopeta de cañón largo que parecía objeto de museo
(posando claro, muy temprano para la foto del momento histórico) entre broma y
risa, contemplamos ese brillo cristalino que dan las hojas mojadas por el
sereno, sentir esa brisa fresca de bosques húmedos de una lluvia fugaz que purificaban
el alma y purifican el pulmón del mundo. Todo era tan agradable como despertar
y ver el fondo blanco y puro de la neblina cubriendo el llano amazónico y su
inmensidad que no tenía fin.
Un hombre de cabello muy largo,
joven y de ojos achinados me vio parado mirando el amanecer en el pueblo. Se acercó despacio para
darme la mano. “Wi´ kamá maitró”. Buenos días-dije. “Pupi noyá. ¿Winú? Muchas gracias.
Yo asentí con la cabeza y sonreí. “¿Winú wawaruzá? Gracias… “¡Winu, winu!”. Le
decía a su mujer que miraba muy seria desde un costado de la casa. No sabía su
idioma, pero podía adivinar lo que estaba diciendo: un saludo de bienvenida, me
iban a invitar masato, arto masato.
Vimos que su mujer agarró un
tazón de plástico, metió la mano a una olla grande de aluminio, sacó una maza
de yuca amarillenta y con un poco de agua tibia lo chapeó con sus manos.
Después de colarlo en un cernidor, trajo la bebida en un recipiente de cerámica
y me lo dio. Lo recibí agradecido. Lo probé y salía a zapallo y yuca fermentada
disuelta en agua tibia. Lo bebí sin
respirar, como si hubiera estado con mucha sed. No era el masato que había bebido
alguna vez con su fermento propio, que lo hace único a los paladares de los
comunes mortales masateros, pero era la bebida más apreciada y nos invitaban
con agrado. Después todos mis estudiantes fueron invitados a tomar, la misma
profesora Eva estaba encantada del lugar y del masato, me ayudó que los
muchachos estuvieran atentos, mantuvieran el ojo observador para hacer el
trabajo al que habían venido.
“Apu maitró” (Apu profesor)-dijo
el hombre otra vez. Me llevó hacia la hamaca donde estaba sentado un anciano al
que yo había visto llegar entre sueños y primeras luces de la mañana, tal vez
con la idea de ser el primero para saludarnos. Cuando lo vi ya muy de cerca, lo
reconocí, era el Apu que un día saludé en Papaplaya cuando entraba con dos de sus
cuatro mujeres a la municipalidad. Era el Apu mayor, la autoridad máxima de la
comunidad, a quién todos reverenciaban y respetaban mucho no solo por ser el
más anciano y porque gobernaba el pueblo, sino porque era sobre todo el padre, el fundador y el sabio
del pueblo. Se llamaba Manuel Tangoa Chanchari y tenía los collares con plumas
multicolores de pinsha (Tucán) y de loros Guacamayos. Estaba vestido con ropas
mestizas (camisa blanca manga larga, pantalón marrón y zapatillas blancas de
Marroquín). Me presenté y le hablé de las razones de nuestra visita, que era
sobre todo conocer su comunidad, y se mostró alegre y complacido. Hablaba sin
parar entremezclando el Español con el Shawi como un torrente de palabras
garrasposas, reía al mismo tiempo con el hombre de mi lado, tal vez bromeando
conmigo a su manera, pero como no sabia
su idioma no quedaba otra que reírse con ellos, así como nosotros a veces nos
reímos de los gringos cuando no entienden lo que decimos.
Agradecía mucho nuestra
presencia, este era su pueblo, alejado, difícil de llegar, fundado por él hacía
nueve años atrás, en el momento en que las tierras, los animales y bosques de
la jurisdicción del Pongo del Caynarachi
empezaron a escasear y desaparecer con la inmigración serrana y costeña
que se metió sin miedo y tomaron posesión de los extensos valles del llano amazónico. Estos se
posesionaron de las hectáreas de terreno que quisieron, los tomaron a precios simbólicos. Fundaron nuevos pueblos, hicieron
invernas para el ganado y exigieron la apertura de carreteras y trochas
carrosables. Vieron un día la llegada de una empresa de palma aceitera que lo
compraba y tumbaba todo. Abundaron las camionetas, camiones y volvos para sacar
las papayas, la madera y el palmito. Como
Apu mayor, al ver que esto empeoraba y que no encajaban en este proceso
acelerado de cambios sociales y ambientales, juntó a sus cuatro mujeres y toda
la prole de hijos, nueras, yernos mestizos, decidieron un día emprender el
éxodo hacia nuevas tierras y bosques donde eran más compatibles con su modo de
vida y sus costumbres antes de desaparecer en la vorágine de la “modernidad”.