Gabriel García Márquez
(1955)
El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegre de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora de almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.
Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí —dije—. Será mejor que los guajiros las pongan en e corredor mientras escampa”. Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: “Debe ser que anoche dormí mal, porque me he amanecido doliendo el espinazo”. Y estuvo allí, sentado contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el jardín vacío. Solo al atardecer, después que se negó a almorzar dijo: “Es como si no fuera a escampar nunca”. Y yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la madera ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.
Llovió durante todo el lunes, como el domingo. Pero entonces parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón. Al atardecer dijo una voz junto a mi asiento: “Es aburridora esta lluvia”. Sin que me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba hablando en el asiento del lado, con la misma expresión fría y pasmada que no había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde entonces. Ahora yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado, diciendo que le aburría la lluvia. “Aburridora no —dije. Lo que me parece es demasiado triste es el jardín vacío y esos pobre árboles que no pueden quitarse del patio”. Entonces me volvía mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz que me decía: “Por lo visto no piensa escampar nunca”, y cuando miré hacia la voz, sólo encontré la silla vacía.
El martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y ladrillos, Pero la vaca permaneció imperturbable en el jardín, dura, inviolables, todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza humillada por la lluvia. Los guajiros la acostaron hasta cuando la paciente tolerancia de mi padre vino en defensa suya: “Déjenla tranquila —dijo—. Ella se irá como vino”.
Al atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortajada en el corazón. El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en una humedad caliente; era una temperatura de escalofrío. Los pies sudaban dentro de los zapatos, No se sabía qué era más desagradable, si la piel al descubierto o el contacto con la ropa en la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como el primer día. Ya no la sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo sabor con que se despierta después de haber soñado con una persona desconocida. Yo sabía que era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de la lluvia yo oía la cancioncilla de las mellizas ciega y las imaginaba en su casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar. Aquel día no llegarían las mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la pordiosera estaría en el corredor después de la siesta, pidiendo como todos los martes, la eterna ramita de toronjil.
Ese día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora de la siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero en realidad no comíamos desde el atardecer del lunes y creo que desde entonces dejamos de pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, entregados al derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Solo la vaca se movió en la tarde- De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total derrumbamiento. “Hasta ahí llegó”, dijo alguien a mis espaldas. Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los martes que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de toronjil. Tal vez el miércoles me habría acostumbrado a ese ambiente sobrecogedor si al llegar a la sala no hubiera encontrado la mesa recostada contra la pared, los muebles amontonados encima de ella, y del otro lado, en un parapeto improvisado durante la noche, los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había sucedido durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros, sin camisa y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los muebles al comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecunda por la repugnante flora de la humedad y de las tinieblas. Yo estaba en la sala contemplando el desierto espectáculo de los mueble amontonados cuando oí la voz de mi madrastra en el cuarto advirtiéndome que podía contraer una pulmonía. Solo entonces caí en la cuenta de que el agua me daba en los tobillos, de que la casa estaba inundada, cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.
LEA EL RESTO EN
http://www.literatura.us/garciamarquez/isabel.html
Espacio sobre nuestro idioma Español y su origen.Literatura peruana y amazónica, arte y habla en particular.
sábado, 29 de septiembre de 2007
viernes, 28 de septiembre de 2007
Mi nombre

Sé que has pronunciado mi nombre
en las mañanas cuando acababan de nacer los días de la madrugada
cuando te despertabas con el sol filtrándose por la ventana
cuando sentías que el aire frió no quería huir de la noche
llevando tus sueños despiertos, tus ruidos, tus visiones, tu pasado.
También sé que evocabas mi nombre
en los atardeceres de soledad de abril
cuando los pájaros volaban a los árboles más altos
para espiar con sus ojos directos el horizonte de la infinidad
buscando tal vez presagios,
las formas de la devolución de tus sueños esquivos.
Sé que escribías mi nombre
en la calle de paredes abandonadas
cuando el corazón se detenía para mirar con ojos
y cuando el aliento se agarraba del alma,
escribías con mano de tiza para decirme que me buscabas.
En la piedra del río, en aquella roca solitaria que te acompañaba
en los días que te abandonaron en tu silencio
como el mendigo arrojado al olvido.
En aquel brazo delicado, en tu libro preferido
en todas las cosas que podías tocar y escribir
en todas partes escribías, mi nombre con obsesión...
Sé que habías pronunciado mi nombre
cuando el viento acariciaba la faz de tu rostro bañado de sol
cuando buscabas chocar con la soledad de los días vacíos
cuando los ojos parpadeaban por el desconcierto
sintiendo la ausencia, el vació, la profundidad de la nada.
Sé que evocabas mi nombre
en las noches de viento conspirador
cuando escuchabas el silbido y la voz del pájaro
queriendo oír tal vez en la resonancia de un lejano te quiero
y con la mano tocabas el cielo para no sentir la irrealidad.
Llamabas mi nombre, y no estaba.
Sé que escribías mi nombre
en la arena gris de la playa del mar embravecido
en la arena del río
con el mismo dedo con que señalabas el horizonte
y que eran las olas que borraban con espuma enloquecida, ese nombre.
¿Acaso la arena, la espuma el, el agua, eran el tiempo efímero?
También se que evocabas mi nombre
en las horas de lluvia tierna en la ciudad
cuando mirabas por la ventana de vidrio
desde el cuarto que encerraba tus secretos
con tu febril silencio de ruidos que el alma escuchaba
cuando tus ojos, tu cara, tus cabellos,
tus pensamientos reposaban en la quietud de la hora triste.
Sé que pronunciabas mi nombre
varias veces en la oración que salía de tu boca
con esa voz que celebrabas la melodía de la vida
con el suave ritmo que lleva el viento tocable de la música
a aquellos oídos del sordo que reconociendo tu voz, te llamaba
y tu te acordabas...me llamabas, y no estaba.
Sé que ahora escribes mi nombre
en tus sueños más dorados y más desconocidos
en la libertad creíble para soñar
y que ahora prefieres no conocerme
y porque crees que brotaran de tu inocencia
el temple de combate por tus anhelos.
¿Y será que mi nombre, lo escribirás solo en el espacio de tu sueños?
Diré entonces que solo habías escritos mi nombre...
Ahora se que sé que pronunciarás mi nombre
en los campos que verán tu sencillo andar
ahora con tu mirar esquivo, fugando al ruido de la soledad
cuando encuentres que sonreír a la flor que se agita levemente por ti
te pondrás como el viento feliz, y no habrán más pasos solitarios.
Mi nombre... mi nombre... será ya un vago recuerdo.
Pensaré ahora que evocarás mi nombre
cuando ya corras libre detrás del viento libre
huyendo de las voces que llamaron atrás
sin mirar tus pasos en la vuelta del camino
y dirás que mi nombre es como huella perdida del recuerdo,
entonces ya no me evocarás...
Diré entonces que habías pronunciado mi nombre
antes de dormir, después de levantarte
en todos los momentos del día y la noche
en todos los lugares donde te encontrabas
pronunciabas mi nombre pensando: Donde estás que te quería...
Diré como nunca que me evocabas, me escribías, me llamabas
tal vez no haya existido, porque yo era donde tu no creías
por que yo era donde tu no estabas
en fin, soy el joven amor, libertad de la paz.
Y ahora escribiré tu nombre...
en la tarde por que es como el amanecer,
y solo porque tú... estas todavía.
Del autor
Creaciones del Vano Oficio
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